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Me gusta la tecnología, disfruto de ella, me ayuda, me ánima, pero también me enerva y me conduce a verdaderas crisis de autoestima. Va muy rápida, más de lo que mi mente puede asimilar. Me desborda y me reta, pero hay algo que no acaba de encajar entre las neuronas de mi pobre cerebro.
Me abruma la cantidad de nuevas palabras que tenemos que manejar diariamente. Aún no aprendo el significado de una, cuando surge otra, que al pronunciarla parece que tengo un “polvorón” en la boca, puesto que la mayoría son maravillosos anglicismos que se incorporan a nuestro diccionario multilingual y del que tenemos un concepto más claro y concreto en nuestro idioma. Después de superar el “flipar” o “bastinazo”, yo creí que hasta ahí había llegado todo, nada lo podía superar, pero no. La evolución de la era tecnológica y de las redes sociales me martillea la cabeza con una nueva palabra: “selfie”.
¿Qué es un “selfie”? Todo el mundo sabe lo que significa, o se presupone, porque yo hasta hace poco, ni idea. Pues en resumidas cuentas, no es otra cosa que, el autorretrato de siempre, ese que nos hacíamos con una cámara apuntando a nuestra cara y que siempre nos cortaba algo.
Las redes sociales han modificado nuestro estilo de vida, poniendo en peligro nuestra privacidad. Inconscientemente y dejándonos llevar por las tendencias, ponemos ante el público detalles íntimos de nuestra vida. Todo lo que hacemos, con quien estamos y donde vamos, es publicado a la vista de todos, sin tener en cuenta las intenciones y repercusiones de la publicación; ahí entra en juego el famoso “selfie”.